Un instante,
un instante infinito, en el que una abeja cruzaba volando la calle Mayor; en el
que un gato cualquiera se sentaba a los pies de su nuevo amo; el instante en el
que la luz se colaba por la ventana de Nora, y así la despertaba con cariño,
acariciándola; en el que, por su mente, aparecía el primer pensamiento del día:
esa búsqueda. Ese mismo instante en el que, muy lejos de allí, Hinata y Kurono
se entregaban el uno al otro, en una fusión perfecta; en el que tantos no,
tantísimos abrazos se daban, todos ellos calurosos, algunos falsos, otros
sinceros, todos ellos reconfortantes, algunos vivos, otros muertos. Y al igual que
miles no, millones de besos eran compartidos, confundiéndose así los que besan
y los besados, como una pecera rota en cien mil pedazos, y en la que los
fragmentos de cristal se confunden con las propias gotas de agua. Este instante
eterno, en el que el que todo pasó y no pasó nada.
Es una pena
que ese instante pasara y diera lugar a otro momento, otro momento infinito,
otro momento eterno.